Comentarios sobre
Francis Wheen, La historia de El capital de Karl Marx, Debate, Random House Mondadori, 2008, 157pp.
Francis Wheen, La historia de El capital de Karl Marx, Debate, Random House Mondadori, 2008, 157pp.
Jorge Eduardo Navarrete
Debo empezar diciendo que disfruté enormemente la lectura del libro que voy a comentar para ustedes esta mañana. Como suele hacerse con algunas buenas novelas, me lo leí de corrido anteayer y escribí ayer estas notas en las que basaré mi presentación. No será una presentación formal, sino una serie, más o menos deshilvanada, de comentarios sobre las cuestiones que me parecieron más atractivas y estimulantes.
El autor, informa la Wikipedia, es un periodista británico de 52 años, autor de una “muy elogiada” biografía de Marx, aparecida en 1999, que sin duda nutrió las dos primeras de las tres partes en que se divide el libro que comentamos, dedicadas a la gestación y alumbramiento de Das Kapital, a las que se añade una tercera, titulada “Vida posterior”, que examina la influencia de esta obra de Marx desde su aparición hasta comienzos del presente siglo. Para mi gusto, esta tercera parte es la de mayor interés, aunque sólo ocupa algo menos de un tercio de la extensión del libro.
Con la crisis, el “economista difunto” más recordado en la prensa occidental ha sido, sin duda, John Maynard Keynes, quien previno a sus colegas del riesgo de volverse esclavos de alguno. Google registra alrededor de 1.2 millones de referencias, aunque no permite establecer con facilidad cuántas de ellas corresponden, digamos, al último año. Ofrece, en cambio, casi 7 millones de referencias a Marx y cabe la presunción de que su inmensa mayoría no son precisamente recientes. Es interesante, por ello, y este es mi primer comentario, examinar las afinidades que Wheen encuentra entre el estilizado economista inglés y el más bien abrupto filósofo alemán.
Wheen nos recuerda que Keynes se permitió considerar a Marx como “un personaje excéntrico, procedente del ‘submundo del pensamiento económico’ cuyas teorías eran ‘ilógicas, obsoletas, científicamente erróneas y desprovistas de interés o aplicación posible al mundo moderno’.” “El Moro” no tuvo oportunidad de responder, pues murió el año del nacimiento de Keynes, muchos antes de que éste formulara una invectiva de cuya desmesura quizá se arrepintió alguna vez, al menos en su fuero interno. En términos de cierta justicia poética, cabría pensar que Marx estaba presagiando a algún economista nonato cuando voceó el injustificable prejuicio de que “ ‘la peculiar virtud de la imbecilidad flemática’ constituía el rasgo distintivo de los británicos”, como Wheen también nos recuerda.
Más allá de apreciaciones subjetivas, el autor destaca algunos de los puntos de contacto entre los análisis marxista y keynesiano del capitalismo, puestos de relieve nada menos que por Joan Robinson, quien en 1948 escribió:
En ambos autores, el desempleo desempeña un papel esencial. En ambos se considera que el capitalismo porta en su seno las semillas del declive. En el lado negativo, como en el caso de su postura frente a la teoría ortodoxa del equilibrio, los sistemas de Keynes y Marx comparten la misma visión, y ahora, por vez primera, existe suficiente terreno común entre los marxistas y los economistas académicos para hacer posible la discusión.
Además del desempleo, Wheen encuentra otro punto de contacto entre ambos en la teoría de la crisis, expuesta por Marx en el segundo volumen de El capital y por Keynes en su Teoría General y muchos otros escritos, aunque las crisis no fueran el punto central de sus preocupaciones.
Cuando se disponga del espacio para examinar, jerarquizar y ordenar las manifestaciones de la crisis que ahora abruma al capitalismo global, quizá la más notoria de las cuales sea la explosión del desempleo asociada a caídas importantes de la demanda de consumo en las economías avanzadas, probablemente sea útil volver tanto a las herramientas de análisis marxistas como keynesianas al intentar definir las respuestas de política más apropiadas. Entre ellas se contará, sin duda, la expansión de demanda, conseguida a través del incremento del gasto público, incluso el improductivo, si se sigue a Keynes, o la conversión de una parte mayor de la plusvalía relativa, es decir, de los incrementos en la productividad del trabajo, en mayores remuneraciones reales para los trabajadores, si se sigue a Marx.
Llama la atención de Wheen – y este es el segundo punto que deseo comentar – la admiración que las potencialidades productivas e innovado-ras del capitalismo, comparado con los modos de producción que históricamente lo precedieron, despiertan en Marx. Esta admiración queda más de relieve, por estar expresada con mucha mayor concisión y fuerza en el Manifiesto Comunista. Recordemos el comienzo y el fin del extenso párrafo citado por el autor:
La burguesía ha desempeñado un papel extremadamente revolucio-nario en la historia. […] La burguesía no puede existir sin revolu-cionar permanentemente los instrumentos de producción, vale decir las relaciones de producción y, por ende, todas las relaciones sociales.
Se encuentra en este tema, que es desarrollado con mucha mayor profundidad y complejidad en El capital, un importante punto de contacto, estudiado por Wheen, con Joseph Schumpeter, el economista austríaco “considerado un héroe por los empresarios estadounidenses”. En Capitalismo, socialismo y democracia (1942) Schumpeter escribe que fue Marx el “primer economista de primera categoría” que “percibió [el] proceso de cambio industrial con mayor claridad y se percató más conscientemente de su importancia vital…”
Ambos, Marx y Schumpeter, responden en forma negativa a la pregunta sobre la continuada supervivencia del capitalismo, por razones distintas pero convergentes. Ambos se refieren al capitalismo productivo, generador de satisfactores tangibles, y ambos reconocen el papel central de la innovación técnica en su funcionamiento, expansión y declinación. No es este el lugar para discutir en detalle la tesis de la “destrucción creativa” desarrollada por Schumpeter, excepto para señalar que apunta hacia el mismo tipo de “crisis de sobreproducción” que, en el análisis marxista, caracterizarán el derrumbe del capitalismo.
A diferencia de Keynes, que como ya se dijo considera las concepciones de Marx como obsoletas e inaplicables al mundo moderno, Schumpeter entiende la fase de desarrollo capitalista que le correspondió estudiar a Marx y no le exige poderes adivinatorios para, desde mediados del XIX, explicar el capitalismo de un siglo o siglo medio después. Ni Marx ni Schumpeter prvieron, creo, que la producción material, la producción de mercancías dejaría de ser la esencia del sistema y que la economía real sería cubierta por el “velo monetario” del que habló Veblen, otro de los economistas occidentales sin empacho en reconocer su deuda con el análisis marxista del capitalismo.
El hecho es que la actual fue, en su origen, una crisis del capitalismo financiero especulativo y desregulado, que ha arrastrado en su cauda a importantes sectores productivos. Una crisis de la economía financiera que, lejos de contenerse en ella, contamina y hunde a la economía real. Muchos de los razonamientos de Marx para explicar el “fetichismo de las mercancías”, que Wheen explora con cierto detalle, se aplican de manera muy directa a un fetichismo aún más marcado alrededor de los instrumentos financieros, cuya multiplicación descontrolada condujo a la crisis. De manera similar, los elementos de “destrucción creativa” que Schumpeter encontraba en ciertos procesos de innovación tecnológica son también discernibles en la destructiva creatividad con que se manejó en los últimos años la ingeniería financiera que apalancó en la arena sus construcciones de instrumentos y valores.
El libro de Wheen contiene varias informaciones novedosas, al menos para mí. Me llamó en particular la atención el demorado proceso de difusión de El capital. Se precisaron cuatro años para que la primera edición del volumen I (un mil ejemplares) se agotasen en el territorio de las actuales Alemania y Austria, aunque copias de la edición en alemán pueden haberse vendido en otros países europeos. La primera versión a otro idioma, el ruso, no apreció sino cinco años después, en 1872. Su publicación fue autorizada, dice Wheen, porque “los censores juzgaron que el texto era tan impenetrable que pocos lo leerán y menos aún lo entendrán”. Empero, los tres mil ejemplares de la primera edición en ruso se agotaron en un año, mucho más rápido que la exigua primera edición original. No fue sino hasta 1875, ocho años después de la original, que Marx autorizó, después de una revisión y reescritura exhaustivas, la primera edición en francés. La primera edición en inglés fue póstuma. Quienes estudiamos economía a mediados del siglo pasado leímos, sobre todo, la traducción de Wenceslao Roces publicada por el Fondo de Cultura Económica, editada ya en el siglo XX.
Wheen recoge la confesión de Harold Wilson, el primer ministro laborista británico, de no haber leído nunca El capital. Pienso que, en general, debe incluirse entre las obras poco leídas, no sólo en toda su extensión sino en lo que se refiere a su parte básica, el primer volumen. El autor lo atribuye a la extrema complejidad del texto, aunada a un estilo que, por decir lo menos, no facilita la lectura. Me parece paradójico que una de las obras que mayor influencia ha ejercido en el curso de la historia haya sido tan poco difundida y, aparentemente, tan poco leída.
Una posible explicación de esta paradoja es que la influencia de El capital se deriva del uso político de algunos de sus planteamientos, para lo cual no es necesario el conocimiento completo de la obra. Ésta revolucionó las ideas, pero las revoluciones políticas fueron producto de adiciones. Por ello se habla de marxismo-leninismo en el caso de la revolución soviética y de marxismo-leninismo-estalinismo-maoísmo en el de la china.
Si el libro se concibe como una mercancía no escapa al fetichismo señalado por Marx: en este caso, no es necesario conocer su contenido para invocarlo o proclamarlo como inspirador de determinadas acciones políticas. Gabriel Zaid acaba de explicar en El secreto de la fama (Lumen, México, 2009) cómo un sinnúmero de actividades que presuponen, por necesidad la lectura, pueden prescindir total o parcialmente de ella. Por ejemplo, dice, “las actividades que dominan la ‘vida literaria’ son las que prosperan sin necesidad de leer”.
Aunque más conocido, el penoso y prolongado proceso de gestación de El capital es examinado exhaustivamente por Wheen en la primera parte de su obra. Estando en el CEIICH quizá deba destacarse que, al escribir El capital, Marx se nutrió en fuentes de las más diversas disciplinas y que muy probablemente pocos autores hayan emprendido un proyecto tan vasto de lecturas y hayan acumulado un mayor volumen de notas: “mas de mil quinientas páginas entre 1862 y 1863” cuando pasaba larguísimas horas en la sala de lectura del Museo Británico. Un periodista estadounidense que visitó a Marx en 1878 escribió que “por lo general se puede juzgar a un hombre por los libros que lee, y el lector sacará sus propias conclusiones cuando le diga que, echando un simple vistazo, descubrí obras de Shakespeare, Dickens, Thackeray, Molière, Racine, Montaigne, Bacon, Paine, Libros Azules ingleses, norteamericanos, franceses; obras políticas y filosóficas escritas en ruso, alemán, español, italiano, etcetera”.
Desde este punto de vista, concluye Wheen la segunda parte de su libro – y concluyo yo este comentario – El capital no puede verse “dentro de los límites y convenciones de un género ya existente, como la economía política, la antropología o la historia”, sino “como una obra por completo sui generis”. Me pregunto si podría plantearse una lectura epistemológica de El capital desde una perspectiva multidisciplinaria, que discerniese la importancia y contribución relativa de las disciplinas que en ella confluyen.
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